INTRODUCCIÓN
³ Oseas 8:07: “Quien siembra vientos recogerá tempestades.”
³ Éxodo 9:01: “Deja ir a mi pueblo ...”
He planificado
escribir, desde hace muchos años, una obra de condena, de concienciación
internacional, de denuncia contra los
Estados Unidos de América – América –
por su historia de explotación y de depredación a otras culturas no-angloamericanas,
tanto de aquellas dentro de los EE.UU. como de aquellas fuera de sus límites
territoriales. El ocasionar un despertar internacional con respecto a los orígenes,
las causas, los efectos inmediatos, y consecuencias indirectas de la política
racista, intervencionista, militarista y mercantilista de América ha sido un proyecto pendiente yo creo
que desde mi infancia. Cada golpe de estado, cada asesinato político, cada
episodio de escándalo judicial, cada intervención militar internacional en el
que América participaba – Vietnam, Chile, Nicaragua, Argentina, Honduras,
Guatemala, El Salvador, Cuba, etc. – y llegaba a mi mente juvenil en formación
reencendía y avivaba la flama de esa pasión por comunicar una perspectiva
informada y forjada tanto en carne propia, en extensa experiencia
internacional, como en una conciencia generacional.
Descendiente de afroamericanos, y amerindios (nación Cherokee)
por parte de mi padre, y de españoles republicanos y de judíos sefarditas por
parte de mi madre, me crie particularmente consciente y sensible a la historia de
las perversiones de la humanidad contra sí misma (de la “Sombra” como la
llamamos en MAMBA), de su capacidad desmesurada por la crueldad y por la
explotación de aquellos que perciben como algo menos que humanos. Pero de forma
más específica me refiero a los efectos de un racismo endémico angloamericano cuyos
orígenes se trazan a los fanáticos impulsos religiosos de las cruzadas del
medioevo europeo.
La idea de tal libro fue aumentando en complejidad y en
magnitud conforme mi conocimiento y no solamente histórico, sino antropológico,
religioso, psicológico, sociológico, cognitivo, económico, político, etc., y la
interrelación e interdependencia de todos estos factores. A lo largo de mi
extensa carrera académica he ido adquiriendo diversas digamos “herramientas” –
no digamos la motivación final – para por fin dedicarme a un proyecto que sin
lugar a dudas sabía que me llevaría años completarlo. Hablemos entonces tanto de
esas “herramientas” y cómo las fui acumulando, y así matamos a dos pájaros de
un tiro: uno, les comparto información vital para comprender y apreciar el material
que aquí se presenta, y dos, nos quitamos de encima la (aburrida pero comprensiblemente
necesaria) tarea de elaborar sobre mis credenciales académicos, profesionales,
y personales que pudieran dar mayor credibilidad al proyecto.
Ya he mencionado antes mi multiplicidad étnica, y aprovecho
para introducir un punto que voy a enfatizar repetidas veces: la importancia de
la etnicidad por encima de lo racial. Una de las más grandes falacias,
dominantes en la pseudo-ciencia del siglo XIX y de la primera mitad del XX y
responsables en gran medida por el racismo, ha sido el confundir la etnicidad con la raza. La etnicidad es algo que se adquiere a través del
aprendizaje, de la socialización, de la aculturación, se transmite en la
interacción con otras personas de la misma etnicidad o sea, cultura. La raza
sin embargo es una cuestión genética, es decir, biológica, e incluye atributos
físicos propios de un grupo distintivo de personas humanas como lo son los
rasgos faciales, el color de la epidermis, el tipo de cabello, la forma de los
pómulos, la estatura, etc. La raza no la podemos cambiar, la etnicidad sí. Gran
parte de las ideologías racistas dominantes partes del mundo desde el siglo XIX
hasta la segunda mitad del XX, e incluso hasta el presente, son el resultado de
la confusión entre lo adquirido por cultura y lo innato, es decir, entre las
características culturales (adquiridas por socialización, por aprendizaje) de
una etnicidad y sus distintivos raciales.
Racialmente soy en parte español por línea materna
(aunque hasta qué medida se puede decir que los habitantes de la península
ibérica constituyen una raza distintiva a los portugueses, por ejemplo, es muy cuestionable),
y por parte de mi padre amerindio (con dos bisabuelos registrados en la nación Cherokee),
afroamericano, y recientemente descubierto, también por parte de mi padre, celta – de origen escoces o galés. No
existe un consenso en términos de la división de razas del ser humano, y teniendo
en cuenta antes de nada que todos formamos
parte de una sola especie única que
desciende de África, en cuanto a la división general (y disputada) de las razas
humanas en tres categorías, la negra, la blanca y la amarilla, y aceptando la
teoría establecida de que los amerindios descienden de migraciones del centro
de Asia, racialmente pertenezco a lo que José Vasconcelos vino a referir como “la
Raza Cósmica” en referencia al mestizaje que forma la base racial, y étnica, fundamental
de Iberoamérica. (Vemos, por cierto, en el ensayo del pensador mexicano claras
evidencias de la dominante confusión de su época entre raza y etnicidad.)
Mi etnicidad es
otra cosa – ya que la etnicidad combina no solamente la cuestión de influencia
cultural sino la identificación con los miembros de una cultura dada. Hay
cierto traslapo, claramente, entre mi ascendencia racial y mi etnicidad pero no
hay una equivalencia perfecta. Étnicamente
soy español – y mi equipo favorito de futbol es la Roja – pero racialmente no me identifico con los
españoles; racialmente tengo sangre celta – demostrado por estudios de ADN que
efectuó mi padre recientemente – pero los escoceses ni me van ni me vienen;
étnicamente también soy judío, y también soy afroamericano, y también soy
amerindio, y soy iberoamericano (o si prefieren latinoamericano). Noten el uso
de la conjunción “y” indicando inclusión. Hago hincapié en este punto por
diversos motivos. Por una parte porque identifico que una de las mayores
dificultades psicológicas del latinoamericano típico (y por lo tanto de
Latinoamérica), pre-programado por la misma mentalidad racista de sus
colonizadores europeos, estriba en la forma en la que no ha sabido integrar su
diversidad étnica y racial como mestizo que es. El mestizo latinoamericano
típico odia a los españoles, repudia a los indios, y desprecia a los negro,
abriendo en si una guerra civil con sus propias raíces de la cual es víctima y
mártir pero nunca triunfador: mestizo de raza se nace, pero la integración
étnica, funcional, sinérgica precisa aprendizaje. Como mestizo no es fácil
siempre integrar nuestras partes, algunas veces confrontadas entre sí, para que
formen una sinergia donde el todo es mayor que la suma de las partes – tema que
desarrollo en mi obra en progreso, ‘Lo
que hay que hacer’. Pero una vez integradas nos ofrecen herramientas cognitivas
muy superiores para el análisis de la cultura y para la adaptación necesaria
para la superación, donde la tradición por la tradición misma supone un impedimento
absurdo para la prosperidad. Hasta le fecha el mestizaje del latinoamericano
solamente ha servido para provecho ajeno.
Además de las influencias étnicas
puedo identificar influencias culturales.
Como estudiante, practicante y maestro de artes marciales orientales, es
innegable la influencia que el extremo oriente ha tenido en mi pensamiento, en
mi conducta, en mi cosmovisión en general, y por lo tanto sobre el enfoque y el
contenido en esta obra. A su vez están las influencias de las culturas de los
diversos países en lo que he vivido y convivido, estudiado y/o trabajado. Aquí
tendría que incluir, además de las influencias culturales hispanas directas de España y México, y hasta del
Brasil como resultado de viajes extensos y relaciones personales, las influencias
anglosajonas de Inglaterra, del Canadá, y por supuesto de los EE.UU., mi país
de nacimiento y de ciudadanía. He vivido entrando y saliendo de diversas
culturas toda mi vida, lo cual me ha permitido, de hecho exigido, cierta
objetividad imparcial con respecto a los esquemas de pensamiento, emocionales,
y de conducta de cualquiera de ellas, a la vez que me ha permitido observar,
sobre todo, las influencias entre la cultura dominante y las marginalizadas.
En España, aprendí a ver el mundo desde la perspectiva de una
ex-potencia imperial que había pasado a ser el imperio en donde el sol nunca se
ponía, a ser un país que muy apenas logró evitar la categoría irrevocable de “tercermundista”
solamente por su posición estratégica en la cola de Europa. Viviendo durante
los últimos años del régimen franquista y el nacimiento de la frágil democracia
fui testigo de la dificultad con la cual la sociedad española tambaleaba al
borde del precipicio de un golpe de estado el 23 de febrero de 1981, en el cual
familiares de un compañero mío de bachillerato tuvieron complicidad. En España
presencié cómo el dictador Francisco Franco se había mantenido “Caudillo de
España” no tanto “por la Gracia de Dios” como por la presencia militar de las
bases americanas y de su influencia política como extensión de su “Guerra Fría”
contra la Unión Soviética y el comunismo y el socialismo internacional. También
pude observar directamente, gracias a lazos de amistad, cómo la cultura gitana,
enajenada y perseguida hasta (en aquellos tiempos) por el código de la guardia
civil, se adaptaba a su condición de marginados, condición que me recordaba con
frecuencia la de los amerindios y los negros americanos.
En Inglaterra estudie el mundo desde la perspectiva de otra
ex-superpotencia mundial, más reciente que la española y enemigo mortal de la
misma. En Inglaterra no solamente estudie el mundo desde otra perspectiva, sino
que estudie otras partes del mundo, incluyendo el mundo colonizado ahora no por
los españoles, sino por los ingleses mismos. Comenzó en mí el proceso de
comprender, comparando la cultura inglesa y la española, exactamente por qué
los ingleses lograron dominar gran parte del mundo y robárselo a los españoles
y portugueses, y también por qué las ex-colonias británicas de cultura anglosajona
seguían dominando en el nuevo mundo por encima de las ex-colonias ibéricas. Lo
mismo podría decir con respecto a los afro-caribeños, los paquistaníes, y los
refugiados hindúes expulsados de Uganda por Idi Amin que llegué a observar y
conocer en mi tiempo como estudiante allá.
Pero durante toda mi infancia y adolescencia las identidades
étnicas que dominaban en mí eran sin duda la afroamericana y la amerindia,
identidades que se forjaban a través de la presencia y mi relación con mi
padre, y de mi conocimiento de la realidad histórica y actual de las luchas
constantes entre esas dos etnias y la cultura angloamericana dominante. Por la
parte afroamericana, individuos como WEB Dubois, Fredrick Douglass, Marcus
Garvey, Malcolm X, Martin Lutero King Jr., Rosa Parks, Harriet Tubman, Muhammad
Ali, Joe Louis, Jackie Robinson, Jesse Owens, Sammy Davis Jr., Sidney Poitier,
Alex Haley, los Panteras Negras, Ángela Davis, etc., etc., eran personajes
cotidianos junto con sus aportaciones y los sacrificios por la causa de la
superación a las inhumanidades del racismo. Los fines de semana sobre todo, las
voces de cantantes afroamericanos más o menos contemporáneos como Aretha
Franklin, Sam Cooke, Stevie Wonder, Ray Charles, los Platters, los Jackson Five
y todo la música de los “Motown”, junto con otros que entonaban los clásicos
“espirituales negros” – una rica tradición de canciones de índole religiosa que
se desarrollan como expresión vocal ante la desesperación de la esclavitud – cobraban
vida desde las negras superficies de acetato en el tocadiscos de mis padres.
Por mi lado amerindio, nombres, eventos, lugares y culturas
como Jerónimo y los apaches; Sequoia, los Cherokee y el Camino de las Lágrimas
(“Trail of Tears”); Toro Sentado, Caballo Loco, los Sioux, la masacre de Wounded
Knee, Little Big Horn – donde el General Custer recibió su justo merecido; Osceola
y los Seminola negros; el Jefe Joseph y los Nez Pierce; la masacre de Sand
Creek; el sistema de reservaciones, la innumerable lista de tratados rotos por
el gobierno de los EE.UU. a su gusto y conveniencia, etc., etc. Las historias
de culturas sometidas que se definían, casi por completo, en contraposición, en
reacción, en adaptación, en sumisión y a veces en desafío a muerte contra la
angloamericana opresora, explotadora, tramposa, inhumana, culpable.
Las experiencias históricas y sociales de esas dos culturas,
la afroamericana y la amerindia, junto con las historias de la familia que me
contaba mi padre de nuestros antepasados, de sus abuelos, de sus padres, de él
mismo, se yuxtaponían con mis propias y experiencias de racismo, de violencia,
de humillaciones, de discriminación. Así es como se vino a formar venían la
esencia fundamental de mi identidad étnica. No es tan de extrañar quizás, que
desde muy niño fui particularmente consciente de eventos sociopolíticos,
leyendo con regularidad el New York Times y el Washington Post para mantenerme
al tanto de muchos eventos nacionales e internacionales de los EE.UU., como por
ejemplo del escándalo Watergate – en el cuál el Presidente de los EE.UU.
Richard Nixon estaba en vuelto en planificar y luego encubrir el allanamiento
ilegal del comité nacional del partido Demócrata y que le causó que renunciara
a la presidencia. América, aprendí, además de culpable, era corrupta.
Curiosamente, tenía otra identidad, no menos importante y de
gran forma compatible con la anterior. No era una identidad étnica propiamente,
sino más bien un identidad ideológica
– filosófica, política, social, revolucionaria
– y era claramente el resultado de mi herencia, presencia e influencia materna,
específicamente creo yo el legado de mi la memoria de mi abuelo, Alejandro
Guerra Macho, activo en el gobierno de la Republica española, veterano de la
Guerra Civil donde fue herido, y difunto años antes de nacer yo. Ningún país se experimenta de forma
“objetiva”, sino a través de los lentes de una ideología sociopolítica que
colorea y a veces hasta da forma a nuestras experiencias. Verán, a lo largo de
mi niñez y adolescencia amaba a España; como la patria de mi madre siempre y sin
lugar a dudas la he amado. Desde que pisamos tierra española en Algeciras
septiembre de 1971, he reconocido en ella la belleza y grandeza de su
geografía, de sus animales y plantas, de su cultura y de su historia que para
mí se extendían ambas como raíces en el tiempo hasta lo profundo de la antigüedad
griega. Pero también era la cultura del Catolicismo y su Inquisición – esas
mismas instituciones por la expulsión de los judíos en 1492 y que llevaría a
que los ancestros de mi abuela tuvieran que seguir practicando sus tradiciones
en secreto; era la cultura del tráfico de esclavos y de la colonización de
América – de Francisco Pizarro, de Hernán Cortes, de la intolerancia religiosa,
del antisemitismo y de la xenofobia. Desde niño aprendí el concepto de las “dos
Españas”, y para introducirlo voy a recurrir a una vieja parábola Cherokee que
viene muy a propósito:
Un viejo jefe Cherokee estaba enseñando a su nieto acerca de
la vida...
"Una pelea está ocurriendo
dentro de mí", dijo el anciano al muchacho. “Es una pelea terrible y es
entre dos lobos. Uno de ellos es el mal – la ira, la envidia, la tristeza, el
pesar, la avaricia, la arrogancia, la autocompasión, la culpabilidad, el resentimiento,
la inferioridad, las mentiras, el falso orgullo, la superioridad, la duda de
uno mismo, y el ego. El otro es bueno – la alegría, la paz, el amor, la esperanza,
la serenidad, la humildad, la bondad, la benevolencia, la empatía, la generosidad,
la verdad, la compasión y la fe. Esta misma pelea está ocurriendo dentro de ti
- y dentro de cada persona, también."
El nieto pensó por un minuto y luego
preguntó a su abuelo, "¿cuál lobo ganará?"
El viejo jefe simplemente respondió: "El
que alimentes."
Durante la Guerra Civil
española, ganó el lobo malvado, o sea, el fascismo, el obscurantismo religioso,
la autocracia, la intolerancia, la xenofobia. Mediante la influencia de mi
madre y de mi abuela materna, mi “Yaya”, las ideologías socialistas y
comunistas de la Republica se fueron haciendo coalescentes en mi mente y en el
concepto de justicia y orden social. Aun en mis tiempos en España, grosso modo
del 71 al 81 – salvo año y medio en Inglaterra – todavía se dividían los niños
en el colegio en rojos (republicanos)
y fascistas (franquistas). En cuanto
a los españoles mismos, muchos, francamente, entre sus prejuicios raciales latentes
o patentes, su ímpetu por la envidia y demás “Pecados Capitales”, y su espíritu
de rebeldía sin causa, si es que no de anarquía propiamente dicha, con demasiada
reincidencia le “buscaban tres pies al gato” – nada comparado con los ingleses
o los americanos, claro – hasta el punto de ganarse la represalia física, lo
cual admito que ocurrió con suma frecuencia pero con resultados asombrosamente favorables
(desde mi punto de vista, claro). Digamos que llegué a apreciar el lema de la
política exterior del Presidente Roosevelt de “camina suavemente y carga un
buen garrote”.
Por otro lado mi madre se también se aseguró de que recibiera
una educación literaria “completa” – ya que había sido escritora de profesión: Mark
Twain, Alexandre Dumas, Jules Verne, Fyodor Dostoievski, Miguel de Cervantes, Francisco
de Quevedo, Tirso de Molina, Pedro Calderón de la Barca, Charles Dickens, Franz
Kafka, George Orwell, Hermann Hesse, Miguel de Unamuno, León Tolstoi, John Steinbeck,
etc., a los que yo, ya en mi fase de adolescente revolucionario y
existencialista, sustituiría por los “sospechosos usuales”: Marx, Kant, Mill
(favorito de mi padre), Locke, Mao, Che, Maquiavelo (odiado por mi madre),
Rousseau, Nietzsche, Lenin, Camus, Sartre, Frankl, Poe, y otros que la verdad
ahora mismo no me vienen a la memoria, pero que a pesar de mi amnesia
transitoria contribuyeron a mi formación intelectual. ¡Y, cómo no!... mi
fascinación por las artes marciales – y mi identidad “marcialista” – me
llevaría a explorar las obras clásicas de pensadores como Mencio, Confucio, Lao
Tzu, Sun Tzu, Chuang Tzu, Mo Tzu, Musashi, el Buda mismo y maestros del Zen.
Las ventajas educacionales de padres exigentes, una gran biblioteca familiar, y
el criarse marginado por la sociedad general son evidentes ahora pero no
siempre fueron apreciadas en su momento.
Pero no fue hasta años después de que regresara a
Norteamérica – a partir de mi ingreso a la universidad de Queen’s en Kingston,
Ontario, en el año 1985 – que de verdad empezara a formar en mí lo que
podríamos venir a reconocer como una identidad étnica hispana o latina, agregándose
a la afroamericana y amerindia ya establecidas. Pero no fue de golpe, sino que
ocurrió paulatinamente conforme mis materias, al principio optativos – de la
geopolítica, la historia, la economía, la literatura, y la cultura en general
de España y Latinoamérica – poco a poco se convirtieron en mi enfoque principal
de mis estudios universitarios en aquella época. Así fue como pasé de
especializarme originalmente en ciencias de la informática, luego en ciencias
cognitivas, después en psicología experimental, hasta que finalmente me
licenciaría en Estudios Latinoamericanos e Ibéricos.
Sin dudas mis estudios sobre los diversos aspectos de la
cultura ibérica e iberoamericana efectuados durante esa primera licenciatura en
Queen’s me dieron un buen marco teórico para aproximarme mejor a la “realidad
latinoamericana” y a comenzar a fomentar un vínculo personal con esa gran
vorágine de humanidad tan problemática y polémica que hasta su gran libertador
Simón Bolívar había denunciado:
“La América entera es
un cuadro espantoso de desorden sanguinario... Nuestra Colombia marcha dando
caídas y saltos, todo el país está en guerra civil... En Bolivia, en cinco días
ha habido tres presidentes y han matado a dos... la América es ingobernable
para nosotros… el que sirve una revolución ara en el mar… nunca he visto con
buenos ojos las insurrecciones, y últimamente he deplorado hasta la que hemos
hecho contra los españoles.”
Sin embargo fue otra actividad, una profesional y no
académica, la que contribuiría a ofrecerme una perspectiva más humana, más directa,
y por lo tanto a empezar a identificarme con mi hermano latinoamericano –
mestizo, zambo, y mulato: trabajando como interprete forense y cultural para diversas
entidades del gobierno canadiense. Algunas veces me contrataba el departamento
de inmigración canadiense para servir de intérprete para refugiados, muchos supervivientes
de las guerras civiles de Centroamérica. Eran gente traumatizada por las
barbaridades que habían experimentado en su pasado, y atemorizada por lo que podría ser su futuro;
una cara igualmente mestiza y que hablaba su mismo idioma, aunque con un acento
y expresiones algo “raras”, para ellos hacía una gran diferencia a la hora de
aliviar un poco desconfiada que sentían en el presente, rodeados de caras
blancas que no siempre eran amables, y comunicarles información imprescindible
para su mejor ubicación en el sistema social canadiense.
Pero el 99% de mi trabajo se centraba en ese frente policial,
judicial y correccional de la Guerra contra el Narcotráfico. Ahí trabajaba a
veces para la policía federal (la Royal Canadian Mounted Police o RCMP), otras
para una abogada privada, pero sobre todo para el sistema correccional federal
canadiense en sus audiencias para libertad provisional. Durante varios años traté
con individuos de todas las ciudadanías de América Latina de habla castellana
(cubanos, chilenos, mexicanos, colombianos, venezolanos, peruvianos,
guatemaltecos, bolivianos, etc.), cada uno con sus acentos y jerga particulares
que yo de alguna forma había aprendido leyendo sus respectivas literaturas.
Nunca tuvimos problemas a la hora ni de comunicarnos ni de entendernos. El que
no quiera aceptar que a pesar de las diferencias regionales y nacionales del
mundo latino existen unas características culturales que nos unen a todos en
realidad no sabe de qué está hablando.
Trabajé en prisiones de mínima, mediana y de máxima seguridad
y mi conocimiento directo con los seres humanos envueltos en esa guerra daba
una dimensión de profunda humanidad a lo que estudiaba teóricamente en los
libros sobre los problemas sociales, económicos y políticos de Latinoamérica. Mis
clientes incluían individuos de todas las esferas sociales y niveles de los
carteles: desde capos colombianos, a agentes de inteligencia, oficiales
militares, hombres de negocios, hasta campesinos que nada más eran sacrificados
como mulas para distraer la pista de cargamentos importantes. Hasta hice una
tesina sobre la influencia del tráfico de la cocaína en la economía de Colombia
en haciendo buen uso de mi “trabajo de campo”.
De mis estudios de América Latina surgió un interés particular
de llevar a cabo un estudio profundo sobre la esencia esotérica tras el
realismo mágico, la corriente literaria patrocinada particularmente por Gabriel
García Márquez en “Cien Años de Soledad”, pero que de alguna forma se hallaba
presente en casi todas las obras literarias latinoamericanas. El proceso, que
me llevó últimamente a descubrir la relación entre la hipnosis y el chamanismo
junto con las bases neurocognitivas de la hipnosis misma, lo describí en un
ensayo titulado “Un sendero con corazón”:
[…]
Terminando ya la
licenciatura, había descubierto que quería investigar el mundo del brujo Don
Juan de la obra de Carlos Castaneda; el problema del dónde y del cómo se
resolvió cuando conseguí que un profesor del departamento, Don Diego Bastianutti,
quien tenía su propio interés en que se llevara a cabo un tal estudio, se
prestara a servir como mi supervisor académico. La dificultad estaba en que un
estudio de esa magnitud y calibre estaba muy por encima de una simple
licenciatura; la solución se encontraba entonces en continuar mis estudios en
el departamento como estudiante de maestría en literatura española y
latinoamericana con el catedrático Bastianutti como mi supervisor.
Mi
objetivo era analizar la obra de Castaneda para mi tesis, pero después de
indagar resultó ser que Castaneda no escribió ninguna parte de su obra
directamente en español (ni tampoco en portugués), lo cual significaba que a
pesar de que él mismo fuese latinoamericano (quién sabe de dónde), su obra no
se clasificaba como tal. No tuve más remedio que encontrar otro tema para mi
tesis, pero tampoco me daba completamente por vencido con respecto a parte de
la temática del maestro-brujo de Castaneda.
En
mis estudios de literatura latinoamericana me había dado cuenta de que la figura
del brujo era bastante común y de que había una esotérica inherente en gran
parte de las obras, esotérica que géneros literarios como el realismo mágico y
lo real maravilloso trataban de captar e incluir para el lector implícito, o
sea, el lector occidental culto. Había un denominador común con la obra de
Castaneda, un patrón por descubrir, pero lo difícil era descubrirlo en términos
concretos.
Destacar
un patrón en un estudio, en una investigación, identificar las pautas de una
teoría es algo así como, dado una diversidad de puntitos a simple vista
dispuestos al azar, definir una relación entre ellos de manera que se revele un
diseño claro, elegante y escueto. La verdad es que se me hacía muy escurridizo
identificar el esquema, la relación entre Don Juan, el realismo mágico, la
brujería, etc., aunque intuitivamente sabía que existía. No ayudaba en absoluto
por un lado que nadie, ni siquiera Gabriel García Márquez, autor padrino del
realismo mágico, pudiera definir claramente en qué consistía el género literario
con el cual había ganado un premio Nobel, ni tampoco por otro lado que los
antropólogos no consiguieran ponerse de acuerdo en una definición del brujo o
de la brujería.
El
tiempo pasaba y mi supervisor estaba perdiendo la paciencia con el tema; o yo
encontraba el filón de oro enseguida o me tocaría abandonar la mina y buscar un
yacimiento en otra parte. Fue en este contexto que una tarde, mientras esperaba
llegar el autobús saliendo de casa camino a la universidad, eché mano por pura
casualidad de una obra pequeña que había comprado ya hacía tiempo en Toronto
pero que cada vez que me le acercaba para leer me sentía repulsado por las
figuras extrañas dibujados en la cubierta: entes mitológicos congregados
alrededor de un hombre viejo vestido de mago o de hechicero y con larga barba
blanca. Pero esa tarde el apuro del autobús que llegaba me obligó a aceptar la
compañía de aquel extraño libro por falta de tiempo para escoger otro.
Una
vez sentado en el autobús abrí el libro y en menos de cinco minutos me di
cuenta de que allí mismo había encontrado exactamente la pieza del rompecabezas
que me faltaba, lo que necesitaba para vincular el realismo mágico, lo real
maravilloso, Don Juan Matus, la brujería, y la figura del brujo – ¡y mucho,
mucho más! El libro, escrito por el antropólogo Michael Harner, se titulaba
“The Way of the Shaman,” - “El sendero del chamán” – y nada sería igual ni en
mi visión del mundo ni en mi apreciación de la realidad humana que se
desenvuelve en él.
Mi
tesis ocupó doscientas páginas en vez de las cincuenta a cien permitidas para
una tesis de maestría, y me llevó casi tres años en escribir. Se tituló “El
chamanismo y la perspectiva chamánica en el análisis de la obra
mágicorrealista. Estudio aplicado a dos obras de Gabriel García Márquez,” y fue
un estudio interdisciplinario más bien de antropología psicológica aplicada a
la literatura. La “perspectiva chamánica” fue un término que yo creé para
captar el esquema de la realidad, el punto de vista propio de los chamanes y de
las culturas chamánicas. Esta es una perspectiva que permite comprender las
creencias mágicas que han dominado no sólo todas las culturas aborígenes del
globo desde el comienzo de la especie humana, sino que son la base de las
creencias religiosas del mundo, de la mitología y de la esotérica mundial, de
las supersticiones y del ocultismo, de la hechicería y de la brujería - del
realismo mágico y de lo real maravilloso. Mi teoría quedó bien establecida si
bien al comité le hubiera gustado verla aplicada a más obras (cosa que hice
luego en un extenso artículo publicado en la revista de chamanismo
internacional “Shaman”, titulado “Shamanic Realism: Latin American Literature
and the Shamanic Perspective”) […]
Con la “perspectiva chamánica” tenía una gran herramienta no
solamente para comprender la literatura del realismo mágico (y de lo real
maravilloso) sino también para comprender la mentalidad y la cosmovisión de los
pueblos de donde habían surgido estas literaturas – y para la religiosidad y
espiritualidad de la humanidad en general. Durante los próximos casi diez años
mi vida estuvo dedicada a investigar cuales eran las bases psicológicas y
neurológicas del trance chamánico y de las experiencias descritas por los
chamanes sumergidos en él. Mi meta ahora cambiar radicalmente de disciplinas –
de nuevo – y ahora integrarme a las neurociencias para poder completar mi
propósito. Para ello tuvo que llevar a cabo otra segunda licenciatura, esta vez
por la universidad de Waterloo, especializándome en ciencias generales (para
tener los requisitos para neurociencias), con una concentración en psicología
de la religión.
De Canadá regresé a mi estado natal de California, ciudad de
San Diego, con el fin de ingresar en el programa de doctorado de ciencias
cognitivas de la universidad de California en San Diego (UCSD). Despues de un
año tomando cursos selectos en el departamento de ciencias cognitivas y en la
escuela de medicina sobre la hipnosis, conseguí impresionar algunos de los
profesores con mis calificaciones pero sobre todo con un ensayo que escribí
titulado “The Conscious Control Paradigm” (“El paradigma de control del
consciente”) que consistía en un paradigma para el estudio de la mente
consciente, tema de gran actualidad en las ciencias neurocognitivas.
Admitido al programa doctoral de ciencias cognitivas, pospuse
mi entrada durante un año para continuar un proyecto de investigación sobre la
hipnosis y el chamanismo que había iniciado con dos profesores de la facultad
de medicina de UCSD, Edwin Yager (psicólogo clínico y profesor del programa de
hipnosis clínica) y Steve Bierman (profesor de la hipnosis médica y ex-tesorero
de la asociación americana de hipnosis médica). El resultado de ese proyecto de
investigación fue un artículo sobre hipnosis y chamanismo publicado primero en
la revista antropológica internacional “Shaman” y luego de nuevo en la revista
de la “Hypnotherapy Reseach Society” de Gran Bretaña a través de la cuál
recibiría en el 2000 el premio de “mejor artículo de investigación sobre la
hipnosis del año”. Mi nueva definición de la hipnosis como la manipulación
deliberada de la imaginación para lograr cambios transitorios o perdurables en
la mente y/o el cuerpo resultó para muchos expertos en la disciplina la clave
para comprender un fenómeno enigmático que había eludido comprensión durante
siglos si es que no milenios. Al relacionarlo claramente con el chamanismo logré
a su vez esclarecer una parte muy importante de otro fenómeno psicológico-cultural
esotérico.
Durante mis cinco años en UCSD, desde el 1995 hasta el 2000,
mis estudios, cursos enseñanza, y programa investigación me llevarían a través
de dos senderos paralelos que vendrían a contribuir muchas herramientas,
esquemas y perspectivas indispensables para el presente estudio. Por una parte
mi trabajo como asistente de profesor en el programa “Makings of the Modern
World”, (“Creación del Mundo Moderno”) de Eleanor Roosevelt College, me dio una
visión panorámica del mundo actual – religioso, político, económico,
filosófico, etc., cultural – a través
de su desarrollo histórico. El tener que
preparar las lecturas de los cursos a través de los varios semestres para poder
desmenuzar los textos, las ideas para centenares de jóvenes estudiantes
americanos y ayudarles a redactar sus ensayos para cada curso me obligó no
solamente a dominar la materia sino que me ayudó a comprender la mentalidad de
los alumnos mismos.
En el departamento de ciencias cognitivas mi aprendizaje fue
completamente opuesto pero enormemente complementario. “Cerebro, conducta,
computación” es el lema del departamento de ciencias cognitivas de UCSD,
disciplina que enfoca en el estudio tripartito de la mente humana desde la
perspectiva de su biología (cerebro), de la conducta y comportamiento del
organismo, y mediante modelos computacionales (principalmente “redes neuronales
artificiales”, incluyendo inteligencia artificial. El paradigma dominante de la
ciencia se conoce como “el modelo conexionista”, el cual se distingue por el
estudio de las propiedades emergentes de la mente (o de cualquier sistema
dinámico y complejo) que surgen como el resultado de la interacción
interdependiente de sus componentes. La mente no funciona mediante la
activación aislada de módulos cerebrales como se daba a entender por el modelo
psicológico y obsoleto anterior, sino gracias a la interacción de diversas
áreas que trabajan en unísono para lograr los propósitos cerebro-mentales.
Si por un lado el trabajo de asistente de profesor para
Eleanor Roosevelt College enfocaba en el ser humano como entidad cultural, mis
estudios como estudiante doctoral en ciencias cognitivas (con especialización
en neurociencias), mis propios proyectos de investigación, y mis otros empleos
como asistente de profesor en diversos cursos del departamento abrieron,
enfocaban en el ser humano como individuo – en los mecanismos de funcionamiento
la mente-cerebro como unidad. El ser humano como individuo, y el ser humano
como ente social.
Basados en mis estudios neuro-cognitivos de los mecanismos y
la función de la imaginación tanto en el chamanismo, como en la religión en sí
y la hipnosis, mi proyecto de investigación pre-doctoral demostró ser innovadora
e impactante, tanto así que fue eventualmente publicada en el prestigioso
“Journal of Mental Imagery”, abriendo así terreno para el estudio de la
imaginación como nuevo campo para las ciencias neurocognitivas. No obstante, ni
la política académica ni la rutina del laboratorio me entusiasmaron demasiado.
Así que cuando se presentó la oportunidad de trasladarme a otro programa
doctoral, este en psicología clínica, de la salud e integral a través de la Alliant
University la tomé, egresando de UCSD con un segundo título de maestría, este en
ciencias cognitivas.
Si mis estudios e investigaciones en las ciencias
neurocognitivas me habían enseñado el funcionamiento de la mente normal en base
a la biología del cerebro, mis estudios en psicología clínica me enseñaron la
disfunción de la mente, es decir, la patología, cómo identificarla, y
(idealmente) cómo tratarla. Con los fundamentos que traía de mis estudios de
las ciencias neuro-cognitivas por un lado, y de mis investigaciones y prácticas
en la hipnoterapia clínica por otro (me certifiqué como hipnoterapeuta bajo
diversas organizaciones incluyendo la escuela de medicina de USCD), el estudio
de la psicopatología, sus causas y tratamientos fue relativamente sencilla pero
no por ello dejó de ser fascinante.
El estudio de la psicopatología humana resolvió una gran
incógnita que yo tenía pendiente desde mi maestría en literatura
latinoamericana: ¿por qué el chamanismo se ha presentado como un fenómeno
universal humano? La respuesta vendría a ser la base para un curso que luego
creé y que ofrecí en la universidad estatal de California en San Diego (SDSU),
titulado “la Psicología de la Religión”: la
base psicológica al impulso religioso (originalmente chamánico) es la
imaginación humana tratando de resolver los problemas emocionales y
psicológicos (incluyendo la ansiedad de la muerte) que la imaginación misma
causa. Sin haber estudiado psicopatología en profundidad es posible que
nunca hubiera dado con esa pieza que necesitaba para completar mi teoría sobre
el chamanismo. (Reuniendo, organizando y coordinando todo mi conocimiento
anterior del chamanismo, la mente-cerebro, la hipnosis, la imaginación, la
filosofía oriental y literatura (Don Quijote), junto con la experiencia que
obtuve enseñando varios cursos de “Religiones del Mundo”, también en SDSU, cree
un programa titulado “la Psicología de la Imaginación: del Chamanismo al Don
Quijote” que ofrecería en la Universidad de Tijuana pero que luego no podría
impartir por motivos de salud.)
A lo largo de mis años en el programa de doctorado de
psicología clínica, de la salud e integral, tuve dos experiencias laborales
relativas a mis estudios particularmente relevantes a la serie presente América Culpable. En una de ella tuve la
oportunidad de trabajar para el programa de maestría en terapia familiar para
amerindios. La psicología no es independiente de la cultura, y la
psicopatología mucho menos. De ahí que la universidad tuviera un programa
especializado para la formación de terapeutas de familia compuesto por
terapeutas amerindios y para familias amerindias. Bajo una subvención
gubernamental fui contratado para servir de asesor a ese programa. Además de
ayudar a los alumnos del programa con las estadísticas para sus proyectos de
maestría, tuve que llevar a cabo un proyecto de investigación propio. En
esencia se me entregaron varias carpetas repletas de artículos y estudios sobre
las condiciones psicológicas y sociológicas de las poblaciones amerindias en
los EE.UU. durante los últimos veinte o treinta años – más de 4,000 páginas en
total – y preparar un reporte explicando lo siguiente: ¿por qué rayos no salen de su estado de miseria socioeconómica?
En esencia la respuesta vino en una palabra clave que
encontré enterrado en uno de los innumerables artículos: síndrome de estrés postraumático. Todos sabemos lo que es estrés postraumático:
el soldado que regresa del campo de batalla con síntomas que incluyen
alucinaciones, ataques de pánico, tremenda ansiedad, etc., y que le rinde
disfuncional para la vida ordinaria. Pero cuando esas experiencias
traumatizantes se repiten generación tras generación, a lo largo de siglos de
historia, hasta convertirse en la esencia de la identidad cultural de un pueblo,
ya no constituyen causa para la patología individual, sino para un síndrome
patológico cultural.
Esa pieza, el concepto real, palpable y empíricamente
comprobable de la adaptación patológica de un pueblo – síndrome de estrés
postraumático – al estar sometido a condiciones repetidamente traumatizantes,
es clave para entender a fondo de lo que es América
Culpable. Pero hay otra pieza, la complementaria, interdependiente con la
anterior, que se refiere a la psicopatología del pueblo – en este caso la
cultura angloamericana – que ha perpetuado
las condiciones traumatizantes para tantos otros pueblos a lo largo de esa
misma historia. Yo lo llamo síndrome de
estrés deshumanizante y los síntomas son los de una psicopatía endémica que
impregna todas sus las instituciones sociales – las policiales, las judiciales,
las correccionales, las políticas, las educativas, etc. – hasta convertirse en medular
a la cultura misma.
Finalmente, en el año académico 2006-2007 trabajaría como
psicólogo en la “Girls Rehabilitation Facility” (GRF) de San Diego, un centro
de rehabilitación correccional para jóvenes adolescentes. En un artículo
titulado “Reportes desde el Frente”, escrito durante mi estancia en el centro,
escribiría lo siguiente sobre mis experiencias trabajando en ese centro:
La historia confirma que la guerra es causa y consecuencia de
muchos períodos históricos. La revolución francesa, por ejemplo, es la guerra
que da lugar al nacimiento de la era moderna; igualmente se podría argumentar
que la guerra del Vietnam jugó un papel decisivo en la creación de la historia
americana postmoderna, tal vez sirviendo para dar a luz al postmodernismo
americano mismo. Cualquiera que estudie la historia debe aceptar como hecho la
prominencia que la guerra ha desempeñado a lo largo de la existencia de nuestra
especie. “La guerra es de máxima importancia para el estado,” dice Sun Tzu, “su
estudio es el camino a la supervivencia o a la extinción y por lo tanto no
puede ser despreciado.” La guerra no es solamente común, frecuente, y a menudo
un estado definidor de la humanidad, sino que requiere una gran preparación
mental, física y filosófica-espiritual. La guerra y su preparación triunfante
requiere para su desempeño una condición de elaboración, una claridad de
propósito, una singularidad de dedicación que en muchas culturas han sido
vinculadas a tradiciones de profunda espiritualidad, particularmente en las
culturas aborígenes o indígenas, y también en las culturas del extremo oriente.
Los arquetipos del guerrero-monje o del guerrero-chamán están bien
representados a lo largo de las tradiciones culturales del mundo.
Dadas las implicaciones severas de lo que la guerra
representa para una nación, no es sorprendente que los grandes maestros del
arte de la guerra han sido venerados a través del tiempo. Nunca hemos estado en
mayor necesidad de la sabiduría de estos maestros de estrategia que en la
denominada era postmoderna de hoy en día. Estamos todos en un estado de guerra
donde no hay fronteras ni enemigos distinguibles; no hay reglas de combate ni
armas predilectas; no hay campos de batalla específicos, ni adversarios
particulares donando sus uniformes diferentes o mostrando sus banderas de
identificación; pero aun así estamos en guerra. No es del terrorismo
internacional del que hablo, ya que en ese conflicto hay adversarios,
oponentes, intereses, ideologías, y bandos. Hoy estamos en guerra con el caos
que caracteriza y domina el mundo en el cual vivimos; estamos asediados por la
absurdidad ubicua que se manifiesta universalmente a través de nuestras
sociedades, de nuestras instituciones, y de nuestras comunidades. Este caos y
esta absurdidad se han convertido tan comunes en nuestras vidas, tan sobrecogedoras,
tan abrumadoras para nuestros sentidos, tan despectivos de nuestros poderes de
la razón que exigen nada menos que una capitulación total de nuestras mentes,
una rendición completa de nuestra psique, de nuestro espíritu, de nuestra
humanidad. Visto así no es de sorprender que recurramos a estupefacientes y
soporíferos mentales en un intento desesperado de advertir nuestra conciencia
de la realidad que nos rodea y que en muchos casos amenaza a definir quiénes
somos.
Mucha de mi existencia se pasa inmersa en medio de este caos,
de esta absurdidad, tomando el pulso de su línea delantera, luchando para
resucitar a sus víctimas más desesperadas. Actualmente mi tiempo se divide
entre una ciudad mexicana llamada Tijuana y su hermana San Diego, ambas situadas
a lados opuestos de la frontera de los EE.UU. y de México al sur de California.
Entre otras cosas trabajo haciendo mi residencia pre-doctoral en psicología
clínica y forense en una institución de detención juvenil femenina en San
Diego. Allí, como miembro del equipo de intervención de crisis del departamento
de psicología forense juvenil de la Agencia Humana y de Salud del condado de
San Diego atiendo a la psique de ofensoras juveniles femeninas que han sido
asignadas a mi cargo. Por lo menos el 95% de las chicas en ese centro se
podrían dividir a grosso modo en cuatro categorías solapantes: narco-adictas y
alcohólicas en recuperación, narcotraficantes, pandilleras (declaradas y
'afiliadas'), y finalmente prostitutas.
Es una residencia clínica que escogí de entre muchas otras
posibles ya que traía conmigo ‘atributos’ que son definitivamente ventajosos.
Para comenzar, soy un hispanohablante nativo de descendencia española,
africano-americana, y amerindia; la mayoría de las residentes son latinas,
ciudadanas de México o mexicanas-americanas, lo que significa una mezcla racial
y étnica español-amerindia; hay también una buena representación de
afro-americanas, aunque por debajo del promedio nacional para una institución
de este tipo dada la demografía racial del condado de San Diego. La segunda
característica que aporto es que no soy exactamente un ‘extraño’ a la
mentalidad de ‘barrio’ de mis pacientes: la conozco de raíz y en propia
persona. Mi género y mi edad también son grandes ventajas: virtualmente todas estas
chicas están desesperadamente carentes de una figura positiva de padre en sus
vidas, un varón mayor que no busca explotarlas ni sexual ni físicamente. Mi
fondo étnico-racial, mi capacidad lingüística, mi experiencia de vida, y mi
género y edad combinados me permiten crear una profunda relación
paciente-terapeuta mucho más rápido de lo que se esperaría de un hombre
trabajando en una institución femenina con pacientes víctimas de abuso sexual y
de violación. Estas sesiones terapéuticas son encuentros en las cuales las
chicas están libres para discutir los detalles más íntimos de sus vidas que han
guardado como secretos, ya vergonzosos ya siniestros, del resto del mundo.
Uno podría preguntarse la importancia que esta experiencia
tiene en cuanto a la sociedad en general; uno podría querer argüir que éstos
individuos, y los de otras instituciones como ésta a lo largo del país, forman
un segmento tan pequeño de la población que cualquier conclusión que uno derive
de sus casos no podría reflejar la sociedad en su totalidad; se podría pensar
que estos individuos representan no a la sociedad en sí misma, sino a los
rechazos de nuestra sociedad; que constituyen las excepciones de las cuales la
sociedad intenta protegerse, distanciarse, y despojarse. Estarían
lamentablemente equivocados. Hay
un número de características de esta población que son profundamente
representativas de quiénes somos y de dónde estamos como nación, como continente,
como civilización, y quizás incluso como especie. Trabajando con estas chicas
me ha enseñado mucho sobre el mundo en el cuál vivimos, y me ha hecho poner más
atención en los síntomas de una realidad que no puedes ver a menos que sepas ya
que existe. Nuestra sociedad americana, y quizás nuestra civilización
occidental entera, está experimentando una denegación patológica de la realidad
que nos rodea y define, de una realidad que describe dónde estamos, nuestro
stasis, y quienes somos, nuestra auto-identidad. Juntos, el stasis y la
auto-identidad son facetas de una misma moneda: quién eres muchas veces es un
reflejo de dónde estás, y viceversa. Además, nuestras culturas y sociedades son
un reflejo acumulativo de sus componentes individuales, y los individuos que
las constituyen son igualmente representaciones del colectivo.
Hay por lo
menos 11 factores que caracterizan a muchas de las pacientes en esta
institución, y estos mismos factores están al centro de lo que anda mal en la
sociedad norteamericana: a) afiliaciones criminales; b) un expediente de abuso
de sustancias adictivas; c) una ausencia paternal, si no falta de padre por
completo; d) una historia de abuso sexual y físico infantil; e) una falta de
formación educativa; f) un dedicación profunda al materialismo; g) antecedentes
familiares de bajo estatus económico; h) enajenamiento social; i) una ira
bordeando en furia desatada; j) antecedentes penales; y finalmente, k) una
desesperanza total. En demasiados de estos casos las historias de vida de estas
chicas estaban escritas mucho antes de que nacieran: no son los rechazos de una
nación, de una sociedad, o de una civilización; son a menudo las víctimas de
las mismas [nación, sociedad, civilización], y sus historias constituyen
claves, indicios, y trazos de la naturaleza comprobable del mundo en el cuál
todos vivimos, del mundo al que todos contribuimos para crearlo cada día con
nuestros comportamientos, hábitos, escogencias, apatía y negligencia.
De nuevo estaba trabajando con los
marginados de la sociedad norteamericana, de nuevo la mayoría prisioneros de
una guerra netamente racista (como demostraré en esta serie), pero esta vez no
en calidad de traductor de sus comunicaciones externas, sino como intérprete interno
de sus emociones, de sus esquemas mentales inconscientes y de conductas
asociales e inadaptadas a las exigencias y expectativas de la sociedad. Pero
eso solamente es una perspectiva con respecto a la realidad que vivían y que
yo, vicariamente a través de mis sesiones privadas, en grupo, y familiares,
convivía con ellas. La realidad es que las pandilleras, las prostitutas y los narcotraficantes
están perfectamente adaptadas a las condiciones sociales y económicas en las
que estaban condenadas a vivir, es decir, tienen sus propias culturas que nos podrían parecernos a
nosotros, desde afuera, como aberrantes, y que desde a dentro son ciclos
perniciosos socialmente dañinos y netamente autodestructivos, pero que son
testimonio de la adaptabilidad del ser humano desesperadamente tratando de
preservar indicios de su salubridad mental en la que el largo plazo se
sacrifica a diario por la gratificación – o la supervivencia – inmediata. Para
entender la patología de lo social primero que comprender que cuando las
condiciones son absurdas, crueles, desesperanzadoras, lo irracional es a menudo lo más
racional que se puede esperar. La psicopatología
es con frecuencia una respuesta a la patología
social del contexto y de las condiciones. Volviendo al concepto del síndrome del estrés postraumático, cuando
esa patología social ha perdurado durante generaciones y representa un contexto
perpetuado durante décadas o hasta siglos, la psicopatología se vuelve
igualmente sustentable: se convierte en cultura.
Una vez logrado ese estado patrones
perduran y es mucho más fácil sacar a la chica del barrio que sacar el
barrio de la chica.
Pánico social, fanfarria de la prensa y mercantilismo del
complejo militar-industrial aparte, la verdadera amenaza a la seguridad
nacional de los EE.UU. no es el terrorismo global, sino el pandillerismo dentro
de sus propias fronteras, un problema que las autoridades americanas son
incluso más incompetentes para erradicar de lo que han demostrado ser con el
narcotráfico: de hecho todos sus esfuerzos solamente sirven para aumentarlo.
Fue en base a esta realidad y en reconocimiento a mi eficacia y compenetración
con las pandilleras que la directiva de los departamentos de psicología forense
y de correcciones me encomendaron que investigara una posible solución al
problema del pandillerismo; “Reportes desde el Frente” fue parte del resultado
colateral de mucha de esa investigación. (Finalmente yo proporcionaría un
programa piloto que sería aprobado por ambas direcciones pero por razones de mi
salud nunca implementada.)
Concurrente con mis experiencias sociales y clínicas en el
correccional estaban mis batallas iniciales en la corte de familia de San
Diego. Literalmente había días en los que por la mañana tenía la experiencia de
lidiar con los prejuicios, la negligencia y corrupción de un sistema judicial
que estaba negándose o a obligar a su madre a dar tratamiento psicológico a mi
hijo violado o darme a mí la guardia y custodia para conseguirlo, para luego
por la tarde tener que tratar a adolescentes victimas del mismo trauma. Si a
diario lidiaba con los efectos más determinantes para la criminalidad juvenil –
o sea, la ausencia del padre, cada audiencia con la corte de familia tenía que contender
con decisiones y dictámenes judiciales determinados en eso mismo para mis
hijos.
El cáncer, inicialmente
diagnosticado como terminal, sus efectos y sus tratamientos – radiación,
quimioterapia, cirugías, analgésicos – puso un fin ambos a mi trabajo en el
correccional como a mi programa de doctorado, pero no a la batalla diaria para
sobrevivir ni tampoco a mis pleitos en la corte de familia. Residiendo en
Tijuana comenzó otra fase de mi vida, otra inmersión cultural y clínica.
Conviviendo y trabajando ahora con pacientes mexicanos y sus familias pude
experimentar las diferentes dimensiones de una patología cultural muy semejante
a la de tantos afroamericanos, amerindios, y latinos-estadounidenses que había
tratado al norte de la frontera. De repente todas las piezas que había
acumulado durante décadas de vida, de estudios académicos y de práctica clínica
encajaban para formar un mosaico coherente de una realidad que antes había
permanecido oculta a plena vista, obscurecida por perspectivas parciales,
segmentadas, especializadas. Todo iba a ser diferente para mí – y me iba a
asegurar de que compartir en lo más posible esa visión esclarecida de la
realidad de centenares de millones de personas, y de mí mismo. Tenía una perspectiva integral, histórica,
social, económica, política, cultural y psicológica
que comprendía y abarcaba tanto a los amerindios, a los afroamericanos, como a
los latinoamericanos residentes en los EE.UU., cómo a aquellos viviendo en sus
países de origen dispersos por toda América Latina. Todos ellos tenían, tienen,
algo en común: todos son víctimas y supervivientes patológicamente
(in)adaptados a una guerra de dominación militarista y explotación mercantil
ejercida por parte de la cultura angloamericana.
Ahora era un aguerrido veterano de un conflicto impuesto por
una cultura psicopática que había llevado a cabo una guerra sin cuartel, cuatro
veces centenaria, contra mí y contra los míos. Pero ahora todo era diferente,
perdería en las cortes americanas injustas y corruptas, pero armado de la
perspectiva, de los conocimientos y de las herramientas necesarias no solamente
para entender la naturaleza de la contienda, del agresor y de sus víctimas, no
solamente para comprender hasta qué punto era, es, América Culpable – sino que también para montar una ofensiva efectiva.