lunes, 23 de septiembre de 2013

INTRODUCCIÓN por Shodai J. A. Overton-Guerra

INTRODUCCIÓN
³  Oseas 8:07: “Quien siembra vientos recogerá tempestades.
³  Éxodo 9:01: “Deja ir a mi pueblo ...

He planificado escribir, desde hace muchos años, una obra de condena, de concienciación internacional, de denuncia contra los Estados Unidos de América – América – por su historia de explotación y de depredación a otras culturas no-angloamericanas, tanto de aquellas dentro de los EE.UU. como de aquellas fuera de sus límites territoriales. El ocasionar un despertar internacional con respecto a los orígenes, las causas, los efectos inmediatos, y consecuencias indirectas de la política racista, intervencionista, militarista y mercantilista de  América ha sido un proyecto pendiente yo creo que desde mi infancia. Cada golpe de estado, cada asesinato político, cada episodio de escándalo judicial, cada intervención militar internacional en el que América participaba – Vietnam, Chile, Nicaragua, Argentina, Honduras, Guatemala, El Salvador, Cuba, etc. – y llegaba a mi mente juvenil en formación reencendía y avivaba la flama de esa pasión por comunicar una perspectiva informada y forjada tanto en carne propia, en extensa experiencia internacional, como en una conciencia generacional.
Descendiente de afroamericanos, y amerindios (nación Cherokee) por parte de mi padre, y de españoles republicanos y de judíos sefarditas por parte de mi madre, me crie particularmente consciente y sensible a la historia de las perversiones de la humanidad contra sí misma (de la “Sombra” como la llamamos en MAMBA), de su capacidad desmesurada por la crueldad y por la explotación de aquellos que perciben como algo menos que humanos. Pero de forma más específica me refiero a los efectos de un racismo endémico angloamericano cuyos orígenes se trazan a los fanáticos impulsos religiosos de las cruzadas del medioevo europeo.
La idea de tal libro fue aumentando en complejidad y en magnitud conforme mi conocimiento y no solamente histórico, sino antropológico, religioso, psicológico, sociológico, cognitivo, económico, político, etc., y la interrelación e interdependencia de todos estos factores. A lo largo de mi extensa carrera académica he ido adquiriendo diversas digamos “herramientas” – no digamos la motivación final – para por fin dedicarme a un proyecto que sin lugar a dudas sabía que me llevaría años completarlo. Hablemos entonces tanto de esas “herramientas” y cómo las fui acumulando, y así matamos a dos pájaros de un tiro: uno, les comparto información vital para comprender y apreciar el material que aquí se presenta, y dos, nos quitamos de encima la (aburrida pero comprensiblemente necesaria) tarea de elaborar sobre mis credenciales académicos, profesionales, y personales que pudieran dar mayor credibilidad al proyecto.
Ya he mencionado antes mi multiplicidad étnica, y aprovecho para introducir un punto que voy a enfatizar repetidas veces: la importancia de la etnicidad por encima de lo racial. Una de las más grandes falacias, dominantes en la pseudo-ciencia del siglo XIX y de la primera mitad del XX y responsables en gran medida por el racismo, ha sido el confundir la etnicidad con la raza. La etnicidad es algo que se adquiere a través del aprendizaje, de la socialización, de la aculturación, se transmite en la interacción con otras personas de la misma etnicidad o sea, cultura. La raza sin embargo es una cuestión genética, es decir, biológica, e incluye atributos físicos propios de un grupo distintivo de personas humanas como lo son los rasgos faciales, el color de la epidermis, el tipo de cabello, la forma de los pómulos, la estatura, etc. La raza no la podemos cambiar, la etnicidad sí. Gran parte de las ideologías racistas dominantes partes del mundo desde el siglo XIX hasta la segunda mitad del XX, e incluso hasta el presente, son el resultado de la confusión entre lo adquirido por cultura y lo innato, es decir, entre las características culturales (adquiridas por socialización, por aprendizaje) de una etnicidad y sus distintivos raciales.
Racialmente soy en parte español por línea materna (aunque hasta qué medida se puede decir que los habitantes de la península ibérica constituyen una raza distintiva a los portugueses, por ejemplo, es muy cuestionable), y por parte de mi padre amerindio (con dos bisabuelos registrados en la nación Cherokee), afroamericano, y recientemente descubierto, también por parte de mi padre, celta – de origen escoces o galés. No existe un consenso en términos de la división de razas del ser humano, y teniendo en cuenta antes de nada que todos formamos parte de una sola especie única que desciende de África, en cuanto a la división general (y disputada) de las razas humanas en tres categorías, la negra, la blanca y la amarilla, y aceptando la teoría establecida de que los amerindios descienden de migraciones del centro de Asia, racialmente pertenezco a lo que José Vasconcelos vino a referir como “la Raza Cósmica” en referencia al mestizaje que forma la base racial, y étnica, fundamental de Iberoamérica. (Vemos, por cierto, en el ensayo del pensador mexicano claras evidencias de la dominante confusión de su época entre raza y etnicidad.)
Mi etnicidad es otra cosa – ya que la etnicidad combina no solamente la cuestión de influencia cultural sino la identificación con los miembros de una cultura dada. Hay cierto traslapo, claramente, entre mi ascendencia racial y mi etnicidad pero no hay una equivalencia perfecta. Étnicamente soy español – y mi equipo favorito de futbol es la Roja – pero racialmente no me identifico con los españoles; racialmente tengo sangre celta – demostrado por estudios de ADN que efectuó mi padre recientemente – pero los escoceses ni me van ni me vienen; étnicamente también soy judío, y también soy afroamericano, y también soy amerindio, y soy iberoamericano (o si prefieren latinoamericano). Noten el uso de la conjunción “y” indicando inclusión. Hago hincapié en este punto por diversos motivos. Por una parte porque identifico que una de las mayores dificultades psicológicas del latinoamericano típico (y por lo tanto de Latinoamérica), pre-programado por la misma mentalidad racista de sus colonizadores europeos, estriba en la forma en la que no ha sabido integrar su diversidad étnica y racial como mestizo que es. El mestizo latinoamericano típico odia a los españoles, repudia a los indios, y desprecia a los negro, abriendo en si una guerra civil con sus propias raíces de la cual es víctima y mártir pero nunca triunfador: mestizo de raza se nace, pero la integración étnica, funcional, sinérgica precisa aprendizaje. Como mestizo no es fácil siempre integrar nuestras partes, algunas veces confrontadas entre sí, para que formen una sinergia donde el todo es mayor que la suma de las partes – tema que desarrollo en mi obra en progreso, ‘Lo que hay que hacer’. Pero una vez integradas nos ofrecen herramientas cognitivas muy superiores para el análisis de la cultura y para la adaptación necesaria para la superación, donde la tradición por la tradición misma supone un impedimento absurdo para la prosperidad. Hasta le fecha el mestizaje del latinoamericano solamente ha servido para provecho ajeno.
            Además de las influencias étnicas puedo identificar influencias culturales. Como estudiante, practicante y maestro de artes marciales orientales, es innegable la influencia que el extremo oriente ha tenido en mi pensamiento, en mi conducta, en mi cosmovisión en general, y por lo tanto sobre el enfoque y el contenido en esta obra. A su vez están las influencias de las culturas de los diversos países en lo que he vivido y convivido, estudiado y/o trabajado. Aquí tendría que incluir, además de las influencias culturales hispanas directas de España y México, y hasta del Brasil como resultado de viajes extensos y relaciones personales, las influencias anglosajonas de Inglaterra, del Canadá, y por supuesto de los EE.UU., mi país de nacimiento y de ciudadanía. He vivido entrando y saliendo de diversas culturas toda mi vida, lo cual me ha permitido, de hecho exigido, cierta objetividad imparcial con respecto a los esquemas de pensamiento, emocionales, y de conducta de cualquiera de ellas, a la vez que me ha permitido observar, sobre todo, las influencias entre la cultura dominante y las marginalizadas.
En España, aprendí a ver el mundo desde la perspectiva de una ex-potencia imperial que había pasado a ser el imperio en donde el sol nunca se ponía, a ser un país que muy apenas logró evitar la categoría irrevocable de “tercermundista” solamente por su posición estratégica en la cola de Europa. Viviendo durante los últimos años del régimen franquista y el nacimiento de la frágil democracia fui testigo de la dificultad con la cual la sociedad española tambaleaba al borde del precipicio de un golpe de estado el 23 de febrero de 1981, en el cual familiares de un compañero mío de bachillerato tuvieron complicidad. En España presencié cómo el dictador Francisco Franco se había mantenido “Caudillo de España” no tanto “por la Gracia de Dios” como por la presencia militar de las bases americanas y de su influencia política como extensión de su “Guerra Fría” contra la Unión Soviética y el comunismo y el socialismo internacional. También pude observar directamente, gracias a lazos de amistad, cómo la cultura gitana, enajenada y perseguida hasta (en aquellos tiempos) por el código de la guardia civil, se adaptaba a su condición de marginados, condición que me recordaba con frecuencia la de los amerindios y los negros americanos.
En Inglaterra estudie el mundo desde la perspectiva de otra ex-superpotencia mundial, más reciente que la española y enemigo mortal de la misma. En Inglaterra no solamente estudie el mundo desde otra perspectiva, sino que estudie otras partes del mundo, incluyendo el mundo colonizado ahora no por los españoles, sino por los ingleses mismos. Comenzó en mí el proceso de comprender, comparando la cultura inglesa y la española, exactamente por qué los ingleses lograron dominar gran parte del mundo y robárselo a los españoles y portugueses, y también por qué las ex-colonias británicas de cultura anglosajona seguían dominando en el nuevo mundo por encima de las ex-colonias ibéricas. Lo mismo podría decir con respecto a los afro-caribeños, los paquistaníes, y los refugiados hindúes expulsados de Uganda por Idi Amin que llegué a observar y conocer en mi tiempo como estudiante allá.  
Pero durante toda mi infancia y adolescencia las identidades étnicas que dominaban en mí eran sin duda la afroamericana y la amerindia, identidades que se forjaban a través de la presencia y mi relación con mi padre, y de mi conocimiento de la realidad histórica y actual de las luchas constantes entre esas dos etnias y la cultura angloamericana dominante. Por la parte afroamericana, individuos como WEB Dubois, Fredrick Douglass, Marcus Garvey, Malcolm X, Martin Lutero King Jr., Rosa Parks, Harriet Tubman, Muhammad Ali, Joe Louis, Jackie Robinson, Jesse Owens, Sammy Davis Jr., Sidney Poitier, Alex Haley, los Panteras Negras, Ángela Davis, etc., etc., eran personajes cotidianos junto con sus aportaciones y los sacrificios por la causa de la superación a las inhumanidades del racismo. Los fines de semana sobre todo, las voces de cantantes afroamericanos más o menos contemporáneos como Aretha Franklin, Sam Cooke, Stevie Wonder, Ray Charles, los Platters, los Jackson Five y todo la música de los “Motown”, junto con otros que entonaban los clásicos “espirituales negros” – una rica tradición de canciones de índole religiosa que se desarrollan como expresión vocal ante la desesperación de la esclavitud – cobraban vida desde las negras superficies de acetato en el tocadiscos de mis padres.
Por mi lado amerindio, nombres, eventos, lugares y culturas como Jerónimo y los apaches; Sequoia, los Cherokee y el Camino de las Lágrimas (“Trail of Tears”); Toro Sentado, Caballo Loco, los Sioux, la masacre de Wounded Knee, Little Big Horn – donde el General Custer recibió su justo merecido; Osceola y los Seminola negros; el Jefe Joseph y los Nez Pierce; la masacre de Sand Creek; el sistema de reservaciones, la innumerable lista de tratados rotos por el gobierno de los EE.UU. a su gusto y conveniencia, etc., etc. Las historias de culturas sometidas que se definían, casi por completo, en contraposición, en reacción, en adaptación, en sumisión y a veces en desafío a muerte contra la angloamericana opresora, explotadora, tramposa, inhumana, culpable.
Las experiencias históricas y sociales de esas dos culturas, la afroamericana y la amerindia, junto con las historias de la familia que me contaba mi padre de nuestros antepasados, de sus abuelos, de sus padres, de él mismo, se yuxtaponían con mis propias y experiencias de racismo, de violencia, de humillaciones, de discriminación. Así es como se vino a formar venían la esencia fundamental de mi identidad étnica. No es tan de extrañar quizás, que desde muy niño fui particularmente consciente de eventos sociopolíticos, leyendo con regularidad el New York Times y el Washington Post para mantenerme al tanto de muchos eventos nacionales e internacionales de los EE.UU., como por ejemplo del escándalo Watergate – en el cuál el Presidente de los EE.UU. Richard Nixon estaba en vuelto en planificar y luego encubrir el allanamiento ilegal del comité nacional del partido Demócrata y que le causó que renunciara a la presidencia. América, aprendí, además de culpable, era corrupta.
Curiosamente, tenía otra identidad, no menos importante y de gran forma compatible con la anterior. No era una identidad étnica propiamente, sino más bien un identidad ideológica – filosófica, política, social, revolucionaria – y era claramente el resultado de mi herencia, presencia e influencia materna, específicamente creo yo el legado de mi la memoria de mi abuelo, Alejandro Guerra Macho, activo en el gobierno de la Republica española, veterano de la Guerra Civil donde fue herido, y difunto años antes de nacer yo.  Ningún país se experimenta de forma “objetiva”, sino a través de los lentes de una ideología sociopolítica que colorea y a veces hasta da forma a nuestras experiencias. Verán, a lo largo de mi niñez y adolescencia amaba a España; como la patria de mi madre siempre y sin lugar a dudas la he amado. Desde que pisamos tierra española en Algeciras septiembre de 1971, he reconocido en ella la belleza y grandeza de su geografía, de sus animales y plantas, de su cultura y de su historia que para mí se extendían ambas como raíces en el tiempo hasta lo profundo de la antigüedad griega. Pero también era la cultura del Catolicismo y su Inquisición – esas mismas instituciones por la expulsión de los judíos en 1492 y que llevaría a que los ancestros de mi abuela tuvieran que seguir practicando sus tradiciones en secreto; era la cultura del tráfico de esclavos y de la colonización de América – de Francisco Pizarro, de Hernán Cortes, de la intolerancia religiosa, del antisemitismo y de la xenofobia. Desde niño aprendí el concepto de las “dos Españas”, y para introducirlo voy a recurrir a una vieja parábola Cherokee que viene muy a propósito:
Un viejo jefe Cherokee estaba enseñando a su nieto acerca de la vida...

"Una pelea está ocurriendo dentro de mí", dijo el anciano al muchacho. “Es una pelea terrible y es entre dos lobos. Uno de ellos es el mal – la ira, la envidia, la tristeza, el pesar, la avaricia, la arrogancia, la autocompasión, la culpabilidad, el resentimiento, la inferioridad, las mentiras, el falso orgullo, la superioridad, la duda de uno mismo, y el ego. El otro es bueno – la alegría, la paz, el amor, la esperanza, la serenidad, la humildad, la bondad, la benevolencia, la empatía, la generosidad, la verdad, la compasión y la fe. Esta misma pelea está ocurriendo dentro de ti - y dentro de cada persona, también."

El nieto pensó por un minuto y luego preguntó a su abuelo, "¿cuál lobo ganará?"

El viejo jefe simplemente respondió: "El que alimentes."

Durante la Guerra Civil española, ganó el lobo malvado, o sea, el fascismo, el obscurantismo religioso, la autocracia, la intolerancia, la xenofobia. Mediante la influencia de mi madre y de mi abuela materna, mi “Yaya”, las ideologías socialistas y comunistas de la Republica se fueron haciendo coalescentes en mi mente y en el concepto de justicia y orden social. Aun en mis tiempos en España, grosso modo del 71 al 81 – salvo año y medio en Inglaterra – todavía se dividían los niños en el colegio en rojos (republicanos) y fascistas (franquistas). En cuanto a los españoles mismos, muchos, francamente, entre sus prejuicios raciales latentes o patentes, su ímpetu por la envidia y demás “Pecados Capitales”, y su espíritu de rebeldía sin causa, si es que no de anarquía propiamente dicha, con demasiada reincidencia le “buscaban tres pies al gato” – nada comparado con los ingleses o los americanos, claro – hasta el punto de ganarse la represalia física, lo cual admito que ocurrió con suma frecuencia pero con resultados asombrosamente favorables (desde mi punto de vista, claro). Digamos que llegué a apreciar el lema de la política exterior del Presidente Roosevelt de “camina suavemente y carga un buen garrote”.

Por otro lado mi madre se también se aseguró de que recibiera una educación literaria “completa” – ya que había sido escritora de profesión: Mark Twain, Alexandre Dumas, Jules Verne, Fyodor Dostoievski, Miguel de Cervantes, Francisco de Quevedo, Tirso de Molina, Pedro Calderón de la Barca, Charles Dickens, Franz Kafka, George Orwell, Hermann Hesse, Miguel de Unamuno, León Tolstoi, John Steinbeck, etc., a los que yo, ya en mi fase de adolescente revolucionario y existencialista, sustituiría por los “sospechosos usuales”: Marx, Kant, Mill (favorito de mi padre), Locke, Mao, Che, Maquiavelo (odiado por mi madre), Rousseau, Nietzsche, Lenin, Camus, Sartre, Frankl, Poe, y otros que la verdad ahora mismo no me vienen a la memoria, pero que a pesar de mi amnesia transitoria contribuyeron a mi formación intelectual. ¡Y, cómo no!... mi fascinación por las artes marciales – y mi identidad “marcialista” – me llevaría a explorar las obras clásicas de pensadores como Mencio, Confucio, Lao Tzu, Sun Tzu, Chuang Tzu, Mo Tzu, Musashi, el Buda mismo y maestros del Zen. Las ventajas educacionales de padres exigentes, una gran biblioteca familiar, y el criarse marginado por la sociedad general son evidentes ahora pero no siempre fueron apreciadas en su momento.

Pero no fue hasta años después de que regresara a Norteamérica – a partir de mi ingreso a la universidad de Queen’s en Kingston, Ontario, en el año 1985 – que de verdad empezara a formar en mí lo que podríamos venir a reconocer como una identidad étnica hispana o latina, agregándose a la afroamericana y amerindia ya establecidas. Pero no fue de golpe, sino que ocurrió paulatinamente conforme mis materias, al principio optativos – de la geopolítica, la historia, la economía, la literatura, y la cultura en general de España y Latinoamérica – poco a poco se convirtieron en mi enfoque principal de mis estudios universitarios en aquella época. Así fue como pasé de especializarme originalmente en ciencias de la informática, luego en ciencias cognitivas, después en psicología experimental, hasta que finalmente me licenciaría en Estudios Latinoamericanos e Ibéricos.
Sin dudas mis estudios sobre los diversos aspectos de la cultura ibérica e iberoamericana efectuados durante esa primera licenciatura en Queen’s me dieron un buen marco teórico para aproximarme mejor a la “realidad latinoamericana” y a comenzar a fomentar un vínculo personal con esa gran vorágine de humanidad tan problemática y polémica que hasta su gran libertador Simón Bolívar había denunciado:
“La América entera es un cuadro espantoso de desorden sanguinario... Nuestra Colombia marcha dando caídas y saltos, todo el país está en guerra civil... En Bolivia, en cinco días ha habido tres presidentes y han matado a dos... la América es ingobernable para nosotros… el que sirve una revolución ara en el mar… nunca he visto con buenos ojos las insurrecciones, y últimamente he deplorado hasta la que hemos hecho contra los españoles.”
Sin embargo fue otra actividad, una profesional y no académica, la que contribuiría a ofrecerme una perspectiva más humana, más directa, y por lo tanto a empezar a identificarme con mi hermano latinoamericano – mestizo, zambo, y mulato: trabajando como interprete forense y cultural para diversas entidades del gobierno canadiense. Algunas veces me contrataba el departamento de inmigración canadiense para servir de intérprete para refugiados, muchos supervivientes de las guerras civiles de Centroamérica. Eran gente traumatizada por las barbaridades que habían experimentado en su pasado,  y atemorizada por lo que podría ser su futuro; una cara igualmente mestiza y que hablaba su mismo idioma, aunque con un acento y expresiones algo “raras”, para ellos hacía una gran diferencia a la hora de aliviar un poco desconfiada que sentían en el presente, rodeados de caras blancas que no siempre eran amables, y comunicarles información imprescindible para su mejor ubicación en el sistema social canadiense.
Pero el 99% de mi trabajo se centraba en ese frente policial, judicial y correccional de la Guerra contra el Narcotráfico. Ahí trabajaba a veces para la policía federal (la Royal Canadian Mounted Police o RCMP), otras para una abogada privada, pero sobre todo para el sistema correccional federal canadiense en sus audiencias para libertad provisional. Durante varios años traté con individuos de todas las ciudadanías de América Latina de habla castellana (cubanos, chilenos, mexicanos, colombianos, venezolanos, peruvianos, guatemaltecos, bolivianos, etc.), cada uno con sus acentos y jerga particulares que yo de alguna forma había aprendido leyendo sus respectivas literaturas. Nunca tuvimos problemas a la hora ni de comunicarnos ni de entendernos. El que no quiera aceptar que a pesar de las diferencias regionales y nacionales del mundo latino existen unas características culturales que nos unen a todos en realidad no sabe de qué está hablando.
Trabajé en prisiones de mínima, mediana y de máxima seguridad y mi conocimiento directo con los seres humanos envueltos en esa guerra daba una dimensión de profunda humanidad a lo que estudiaba teóricamente en los libros sobre los problemas sociales, económicos y políticos de Latinoamérica. Mis clientes incluían individuos de todas las esferas sociales y niveles de los carteles: desde capos colombianos, a agentes de inteligencia, oficiales militares, hombres de negocios, hasta campesinos que nada más eran sacrificados como mulas para distraer la pista de cargamentos importantes. Hasta hice una tesina sobre la influencia del tráfico de la cocaína en la economía de Colombia en haciendo buen uso de mi “trabajo de campo”.
De mis estudios de América Latina surgió un interés particular de llevar a cabo un estudio profundo sobre la esencia esotérica tras el realismo mágico, la corriente literaria patrocinada particularmente por Gabriel García Márquez en “Cien Años de Soledad”, pero que de alguna forma se hallaba presente en casi todas las obras literarias latinoamericanas. El proceso, que me llevó últimamente a descubrir la relación entre la hipnosis y el chamanismo junto con las bases neurocognitivas de la hipnosis misma, lo describí en un ensayo titulado “Un sendero con corazón”:
            […]
Terminando ya la licenciatura, había descubierto que quería investigar el mundo del brujo Don Juan de la obra de Carlos Castaneda; el problema del dónde y del cómo se resolvió cuando conseguí que un profesor del departamento, Don Diego Bastianutti, quien tenía su propio interés en que se llevara a cabo un tal estudio, se prestara a servir como mi supervisor académico. La dificultad estaba en que un estudio de esa magnitud y calibre estaba muy por encima de una simple licenciatura; la solución se encontraba entonces en continuar mis estudios en el departamento como estudiante de maestría en literatura española y latinoamericana con el catedrático Bastianutti como mi supervisor.
            Mi objetivo era analizar la obra de Castaneda para mi tesis, pero después de indagar resultó ser que Castaneda no escribió ninguna parte de su obra directamente en español (ni tampoco en portugués), lo cual significaba que a pesar de que él mismo fuese latinoamericano (quién sabe de dónde), su obra no se clasificaba como tal. No tuve más remedio que encontrar otro tema para mi tesis, pero tampoco me daba completamente por vencido con respecto a parte de la temática del maestro-brujo de Castaneda.
            En mis estudios de literatura latinoamericana me había dado cuenta de que la figura del brujo era bastante común y de que había una esotérica inherente en gran parte de las obras, esotérica que géneros literarios como el realismo mágico y lo real maravilloso trataban de captar e incluir para el lector implícito, o sea, el lector occidental culto. Había un denominador común con la obra de Castaneda, un patrón por descubrir, pero lo difícil era descubrirlo en términos concretos.
            Destacar un patrón en un estudio, en una investigación, identificar las pautas de una teoría es algo así como, dado una diversidad de puntitos a simple vista dispuestos al azar, definir una relación entre ellos de manera que se revele un diseño claro, elegante y escueto. La verdad es que se me hacía muy escurridizo identificar el esquema, la relación entre Don Juan, el realismo mágico, la brujería, etc., aunque intuitivamente sabía que existía. No ayudaba en absoluto por un lado que nadie, ni siquiera Gabriel García Márquez, autor padrino del realismo mágico, pudiera definir claramente en qué consistía el género literario con el cual había ganado un premio Nobel, ni tampoco por otro lado que los antropólogos no consiguieran ponerse de acuerdo en una definición del brujo o de la brujería.
            El tiempo pasaba y mi supervisor estaba perdiendo la paciencia con el tema; o yo encontraba el filón de oro enseguida o me tocaría abandonar la mina y buscar un yacimiento en otra parte. Fue en este contexto que una tarde, mientras esperaba llegar el autobús saliendo de casa camino a la universidad, eché mano por pura casualidad de una obra pequeña que había comprado ya hacía tiempo en Toronto pero que cada vez que me le acercaba para leer me sentía repulsado por las figuras extrañas dibujados en la cubierta: entes mitológicos congregados alrededor de un hombre viejo vestido de mago o de hechicero y con larga barba blanca. Pero esa tarde el apuro del autobús que llegaba me obligó a aceptar la compañía de aquel extraño libro por falta de tiempo para escoger otro.
            Una vez sentado en el autobús abrí el libro y en menos de cinco minutos me di cuenta de que allí mismo había encontrado exactamente la pieza del rompecabezas que me faltaba, lo que necesitaba para vincular el realismo mágico, lo real maravilloso, Don Juan Matus, la brujería, y la figura del brujo – ¡y mucho, mucho más! El libro, escrito por el antropólogo Michael Harner, se titulaba “The Way of the Shaman,” - “El sendero del chamán” – y nada sería igual ni en mi visión del mundo ni en mi apreciación de la realidad humana que se desenvuelve en él.
            Mi tesis ocupó doscientas páginas en vez de las cincuenta a cien permitidas para una tesis de maestría, y me llevó casi tres años en escribir. Se tituló “El chamanismo y la perspectiva chamánica en el análisis de la obra mágicorrealista. Estudio aplicado a dos obras de Gabriel García Márquez,” y fue un estudio interdisciplinario más bien de antropología psicológica aplicada a la literatura. La “perspectiva chamánica” fue un término que yo creé para captar el esquema de la realidad, el punto de vista propio de los chamanes y de las culturas chamánicas. Esta es una perspectiva que permite comprender las creencias mágicas que han dominado no sólo todas las culturas aborígenes del globo desde el comienzo de la especie humana, sino que son la base de las creencias religiosas del mundo, de la mitología y de la esotérica mundial, de las supersticiones y del ocultismo, de la hechicería y de la brujería - del realismo mágico y de lo real maravilloso. Mi teoría quedó bien establecida si bien al comité le hubiera gustado verla aplicada a más obras (cosa que hice luego en un extenso artículo publicado en la revista de chamanismo internacional “Shaman”, titulado “Shamanic Realism: Latin American Literature and the Shamanic Perspective”) […]

Con la “perspectiva chamánica” tenía una gran herramienta no solamente para comprender la literatura del realismo mágico (y de lo real maravilloso) sino también para comprender la mentalidad y la cosmovisión de los pueblos de donde habían surgido estas literaturas – y para la religiosidad y espiritualidad de la humanidad en general. Durante los próximos casi diez años mi vida estuvo dedicada a investigar cuales eran las bases psicológicas y neurológicas del trance chamánico y de las experiencias descritas por los chamanes sumergidos en él. Mi meta ahora cambiar radicalmente de disciplinas – de nuevo – y ahora integrarme a las neurociencias para poder completar mi propósito. Para ello tuvo que llevar a cabo otra segunda licenciatura, esta vez por la universidad de Waterloo, especializándome en ciencias generales (para tener los requisitos para neurociencias), con una concentración en psicología de la religión.
De Canadá regresé a mi estado natal de California, ciudad de San Diego, con el fin de ingresar en el programa de doctorado de ciencias cognitivas de la universidad de California en San Diego (UCSD). Despues de un año tomando cursos selectos en el departamento de ciencias cognitivas y en la escuela de medicina sobre la hipnosis, conseguí impresionar algunos de los profesores con mis calificaciones pero sobre todo con un ensayo que escribí titulado “The Conscious Control Paradigm” (“El paradigma de control del consciente”) que consistía en un paradigma para el estudio de la mente consciente, tema de gran actualidad en las ciencias neurocognitivas.
Admitido al programa doctoral de ciencias cognitivas, pospuse mi entrada durante un año para continuar un proyecto de investigación sobre la hipnosis y el chamanismo que había iniciado con dos profesores de la facultad de medicina de UCSD, Edwin Yager (psicólogo clínico y profesor del programa de hipnosis clínica) y Steve Bierman (profesor de la hipnosis médica y ex-tesorero de la asociación americana de hipnosis médica). El resultado de ese proyecto de investigación fue un artículo sobre hipnosis y chamanismo publicado primero en la revista antropológica internacional “Shaman” y luego de nuevo en la revista de la “Hypnotherapy Reseach Society” de Gran Bretaña a través de la cuál recibiría en el 2000 el premio de “mejor artículo de investigación sobre la hipnosis del año”. Mi nueva definición de la hipnosis como la manipulación deliberada de la imaginación para lograr cambios transitorios o perdurables en la mente y/o el cuerpo resultó para muchos expertos en la disciplina la clave para comprender un fenómeno enigmático que había eludido comprensión durante siglos si es que no milenios. Al relacionarlo claramente con el chamanismo logré a su vez esclarecer una parte muy importante de otro fenómeno psicológico-cultural esotérico.  
Durante mis cinco años en UCSD, desde el 1995 hasta el 2000, mis estudios, cursos enseñanza, y programa investigación me llevarían a través de dos senderos paralelos que vendrían a contribuir muchas herramientas, esquemas y perspectivas indispensables para el presente estudio. Por una parte mi trabajo como asistente de profesor en el programa “Makings of the Modern World”, (“Creación del Mundo Moderno”) de Eleanor Roosevelt College, me dio una visión panorámica del mundo actual – religioso, político, económico, filosófico, etc., cultural – a través de su desarrollo histórico.  El tener que preparar las lecturas de los cursos a través de los varios semestres para poder desmenuzar los textos, las ideas para centenares de jóvenes estudiantes americanos y ayudarles a redactar sus ensayos para cada curso me obligó no solamente a dominar la materia sino que me ayudó a comprender la mentalidad de los alumnos mismos.
En el departamento de ciencias cognitivas mi aprendizaje fue completamente opuesto pero enormemente complementario. “Cerebro, conducta, computación” es el lema del departamento de ciencias cognitivas de UCSD, disciplina que enfoca en el estudio tripartito de la mente humana desde la perspectiva de su biología (cerebro), de la conducta y comportamiento del organismo, y mediante modelos computacionales (principalmente “redes neuronales artificiales”, incluyendo inteligencia artificial. El paradigma dominante de la ciencia se conoce como “el modelo conexionista”, el cual se distingue por el estudio de las propiedades emergentes de la mente (o de cualquier sistema dinámico y complejo) que surgen como el resultado de la interacción interdependiente de sus componentes. La mente no funciona mediante la activación aislada de módulos cerebrales como se daba a entender por el modelo psicológico y obsoleto anterior, sino gracias a la interacción de diversas áreas que trabajan en unísono para lograr los propósitos cerebro-mentales.
Si por un lado el trabajo de asistente de profesor para Eleanor Roosevelt College enfocaba en el ser humano como entidad cultural, mis estudios como estudiante doctoral en ciencias cognitivas (con especialización en neurociencias), mis propios proyectos de investigación, y mis otros empleos como asistente de profesor en diversos cursos del departamento abrieron, enfocaban en el ser humano como individuo – en los mecanismos de funcionamiento la mente-cerebro como unidad. El ser humano como individuo, y el ser humano como ente social.
Basados en mis estudios neuro-cognitivos de los mecanismos y la función de la imaginación tanto en el chamanismo, como en la religión en sí y la hipnosis, mi proyecto de investigación pre-doctoral demostró ser innovadora e impactante, tanto así que fue eventualmente publicada en el prestigioso “Journal of Mental Imagery”, abriendo así terreno para el estudio de la imaginación como nuevo campo para las ciencias neurocognitivas. No obstante, ni la política académica ni la rutina del laboratorio me entusiasmaron demasiado. Así que cuando se presentó la oportunidad de trasladarme a otro programa doctoral, este en psicología clínica, de la salud e integral a través de la Alliant University la tomé, egresando de UCSD con un segundo título de maestría, este en ciencias cognitivas.
Si mis estudios e investigaciones en las ciencias neurocognitivas me habían enseñado el funcionamiento de la mente normal en base a la biología del cerebro, mis estudios en psicología clínica me enseñaron la disfunción de la mente, es decir, la patología, cómo identificarla, y (idealmente) cómo tratarla. Con los fundamentos que traía de mis estudios de las ciencias neuro-cognitivas por un lado, y de mis investigaciones y prácticas en la hipnoterapia clínica por otro (me certifiqué como hipnoterapeuta bajo diversas organizaciones incluyendo la escuela de medicina de USCD), el estudio de la psicopatología, sus causas y tratamientos fue relativamente sencilla pero no por ello dejó de ser fascinante.
El estudio de la psicopatología humana resolvió una gran incógnita que yo tenía pendiente desde mi maestría en literatura latinoamericana: ¿por qué el chamanismo se ha presentado como un fenómeno universal humano? La respuesta vendría a ser la base para un curso que luego creé y que ofrecí en la universidad estatal de California en San Diego (SDSU), titulado “la Psicología de la Religión”: la base psicológica al impulso religioso (originalmente chamánico) es la imaginación humana tratando de resolver los problemas emocionales y psicológicos (incluyendo la ansiedad de la muerte) que la imaginación misma causa. Sin haber estudiado psicopatología en profundidad es posible que nunca hubiera dado con esa pieza que necesitaba para completar mi teoría sobre el chamanismo. (Reuniendo, organizando y coordinando todo mi conocimiento anterior del chamanismo, la mente-cerebro, la hipnosis, la imaginación, la filosofía oriental y literatura (Don Quijote), junto con la experiencia que obtuve enseñando varios cursos de “Religiones del Mundo”, también en SDSU, cree un programa titulado “la Psicología de la Imaginación: del Chamanismo al Don Quijote” que ofrecería en la Universidad de Tijuana pero que luego no podría impartir por motivos de salud.)
A lo largo de mis años en el programa de doctorado de psicología clínica, de la salud e integral, tuve dos experiencias laborales relativas a mis estudios particularmente relevantes a la serie presente América Culpable. En una de ella tuve la oportunidad de trabajar para el programa de maestría en terapia familiar para amerindios. La psicología no es independiente de la cultura, y la psicopatología mucho menos. De ahí que la universidad tuviera un programa especializado para la formación de terapeutas de familia compuesto por terapeutas amerindios y para familias amerindias. Bajo una subvención gubernamental fui contratado para servir de asesor a ese programa. Además de ayudar a los alumnos del programa con las estadísticas para sus proyectos de maestría, tuve que llevar a cabo un proyecto de investigación propio. En esencia se me entregaron varias carpetas repletas de artículos y estudios sobre las condiciones psicológicas y sociológicas de las poblaciones amerindias en los EE.UU. durante los últimos veinte o treinta años – más de 4,000 páginas en total – y preparar un reporte explicando lo siguiente: ¿por qué rayos no salen de su estado de miseria socioeconómica?
En esencia la respuesta vino en una palabra clave que encontré enterrado en uno de los innumerables artículos: síndrome de estrés postraumático.  Todos sabemos lo que es estrés postraumático: el soldado que regresa del campo de batalla con síntomas que incluyen alucinaciones, ataques de pánico, tremenda ansiedad, etc., y que le rinde disfuncional para la vida ordinaria. Pero cuando esas experiencias traumatizantes se repiten generación tras generación, a lo largo de siglos de historia, hasta convertirse en la esencia de la identidad cultural de un pueblo, ya no constituyen causa para la patología individual, sino para un síndrome patológico cultural.
Esa pieza, el concepto real, palpable y empíricamente comprobable de la adaptación patológica de un pueblo – síndrome de estrés postraumático – al estar sometido a condiciones repetidamente traumatizantes, es clave para entender a fondo de lo que es América Culpable. Pero hay otra pieza, la complementaria, interdependiente con la anterior, que se refiere a la psicopatología del pueblo – en este caso la cultura angloamericana –  que ha perpetuado las condiciones traumatizantes para tantos otros pueblos a lo largo de esa misma historia. Yo lo llamo síndrome de estrés deshumanizante y los síntomas son los de una psicopatía endémica que impregna todas sus las instituciones sociales – las policiales, las judiciales, las correccionales, las políticas, las educativas, etc. – hasta convertirse en medular a la cultura misma.
Finalmente, en el año académico 2006-2007 trabajaría como psicólogo en la “Girls Rehabilitation Facility” (GRF) de San Diego, un centro de rehabilitación correccional para jóvenes adolescentes. En un artículo titulado “Reportes desde el Frente”, escrito durante mi estancia en el centro, escribiría lo siguiente sobre mis experiencias trabajando en ese centro:
La historia confirma que la guerra es causa y consecuencia de muchos períodos históricos. La revolución francesa, por ejemplo, es la guerra que da lugar al nacimiento de la era moderna; igualmente se podría argumentar que la guerra del Vietnam jugó un papel decisivo en la creación de la historia americana postmoderna, tal vez sirviendo para dar a luz al postmodernismo americano mismo. Cualquiera que estudie la historia debe aceptar como hecho la prominencia que la guerra ha desempeñado a lo largo de la existencia de nuestra especie. “La guerra es de máxima importancia para el estado,” dice Sun Tzu, “su estudio es el camino a la supervivencia o a la extinción y por lo tanto no puede ser despreciado.” La guerra no es solamente común, frecuente, y a menudo un estado definidor de la humanidad, sino que requiere una gran preparación mental, física y filosófica-espiritual. La guerra y su preparación triunfante requiere para su desempeño una condición de elaboración, una claridad de propósito, una singularidad de dedicación que en muchas culturas han sido vinculadas a tradiciones de profunda espiritualidad, particularmente en las culturas aborígenes o indígenas, y también en las culturas del extremo oriente. Los arquetipos del guerrero-monje o del guerrero-chamán están bien representados a lo largo de las tradiciones culturales del mundo.

Dadas las implicaciones severas de lo que la guerra representa para una nación, no es sorprendente que los grandes maestros del arte de la guerra han sido venerados a través del tiempo. Nunca hemos estado en mayor necesidad de la sabiduría de estos maestros de estrategia que en la denominada era postmoderna de hoy en día. Estamos todos en un estado de guerra donde no hay fronteras ni enemigos distinguibles; no hay reglas de combate ni armas predilectas; no hay campos de batalla específicos, ni adversarios particulares donando sus uniformes diferentes o mostrando sus banderas de identificación; pero aun así estamos en guerra. No es del terrorismo internacional del que hablo, ya que en ese conflicto hay adversarios, oponentes, intereses, ideologías, y bandos. Hoy estamos en guerra con el caos que caracteriza y domina el mundo en el cual vivimos; estamos asediados por la absurdidad ubicua que se manifiesta universalmente a través de nuestras sociedades, de nuestras instituciones, y de nuestras comunidades. Este caos y esta absurdidad se han convertido tan comunes en nuestras vidas, tan sobrecogedoras, tan abrumadoras para nuestros sentidos, tan despectivos de nuestros poderes de la razón que exigen nada menos que una capitulación total de nuestras mentes, una rendición completa de nuestra psique, de nuestro espíritu, de nuestra humanidad. Visto así no es de sorprender que recurramos a estupefacientes y soporíferos mentales en un intento desesperado de advertir nuestra conciencia de la realidad que nos rodea y que en muchos casos amenaza a definir quiénes somos.

Mucha de mi existencia se pasa inmersa en medio de este caos, de esta absurdidad, tomando el pulso de su línea delantera, luchando para resucitar a sus víctimas más desesperadas. Actualmente mi tiempo se divide entre una ciudad mexicana llamada Tijuana y su hermana San Diego, ambas situadas a lados opuestos de la frontera de los EE.UU. y de México al sur de California. Entre otras cosas trabajo haciendo mi residencia pre-doctoral en psicología clínica y forense en una institución de detención juvenil femenina en San Diego. Allí, como miembro del equipo de intervención de crisis del departamento de psicología forense juvenil de la Agencia Humana y de Salud del condado de San Diego atiendo a la psique de ofensoras juveniles femeninas que han sido asignadas a mi cargo. Por lo menos el 95% de las chicas en ese centro se podrían dividir a grosso modo en cuatro categorías solapantes: narco-adictas y alcohólicas en recuperación, narcotraficantes, pandilleras (declaradas y 'afiliadas'), y finalmente prostitutas.

Es una residencia clínica que escogí de entre muchas otras posibles ya que traía conmigo ‘atributos’ que son definitivamente ventajosos. Para comenzar, soy un hispanohablante nativo de descendencia española, africano-americana, y amerindia; la mayoría de las residentes son latinas, ciudadanas de México o mexicanas-americanas, lo que significa una mezcla racial y étnica español-amerindia; hay también una buena representación de afro-americanas, aunque por debajo del promedio nacional para una institución de este tipo dada la demografía racial del condado de San Diego. La segunda característica que aporto es que no soy exactamente un ‘extraño’ a la mentalidad de ‘barrio’ de mis pacientes: la conozco de raíz y en propia persona. Mi género y mi edad también son grandes ventajas: virtualmente todas estas chicas están desesperadamente carentes de una figura positiva de padre en sus vidas, un varón mayor que no busca explotarlas ni sexual ni físicamente. Mi fondo étnico-racial, mi capacidad lingüística, mi experiencia de vida, y mi género y edad combinados me permiten crear una profunda relación paciente-terapeuta mucho más rápido de lo que se esperaría de un hombre trabajando en una institución femenina con pacientes víctimas de abuso sexual y de violación. Estas sesiones terapéuticas son encuentros en las cuales las chicas están libres para discutir los detalles más íntimos de sus vidas que han guardado como secretos, ya vergonzosos ya siniestros, del resto del mundo.

Uno podría preguntarse la importancia que esta experiencia tiene en cuanto a la sociedad en general; uno podría querer argüir que éstos individuos, y los de otras instituciones como ésta a lo largo del país, forman un segmento tan pequeño de la población que cualquier conclusión que uno derive de sus casos no podría reflejar la sociedad en su totalidad; se podría pensar que estos individuos representan no a la sociedad en sí misma, sino a los rechazos de nuestra sociedad; que constituyen las excepciones de las cuales la sociedad intenta protegerse, distanciarse, y despojarse. Estarían lamentablemente equivocados.         Hay un número de características de esta población que son profundamente representativas de quiénes somos y de dónde estamos como nación, como continente, como civilización, y quizás incluso como especie. Trabajando con estas chicas me ha enseñado mucho sobre el mundo en el cuál vivimos, y me ha hecho poner más atención en los síntomas de una realidad que no puedes ver a menos que sepas ya que existe. Nuestra sociedad americana, y quizás nuestra civilización occidental entera, está experimentando una denegación patológica de la realidad que nos rodea y define, de una realidad que describe dónde estamos, nuestro stasis, y quienes somos, nuestra auto-identidad. Juntos, el stasis y la auto-identidad son facetas de una misma moneda: quién eres muchas veces es un reflejo de dónde estás, y viceversa. Además, nuestras culturas y sociedades son un reflejo acumulativo de sus componentes individuales, y los individuos que las constituyen son igualmente representaciones del colectivo.

            Hay por lo menos 11 factores que caracterizan a muchas de las pacientes en esta institución, y estos mismos factores están al centro de lo que anda mal en la sociedad norteamericana: a) afiliaciones criminales; b) un expediente de abuso de sustancias adictivas; c) una ausencia paternal, si no falta de padre por completo; d) una historia de abuso sexual y físico infantil; e) una falta de formación educativa; f) un dedicación profunda al materialismo; g) antecedentes familiares de bajo estatus económico; h) enajenamiento social; i) una ira bordeando en furia desatada; j) antecedentes penales; y finalmente, k) una desesperanza total. En demasiados de estos casos las historias de vida de estas chicas estaban escritas mucho antes de que nacieran: no son los rechazos de una nación, de una sociedad, o de una civilización; son a menudo las víctimas de las mismas [nación, sociedad, civilización], y sus historias constituyen claves, indicios, y trazos de la naturaleza comprobable del mundo en el cuál todos vivimos, del mundo al que todos contribuimos para crearlo cada día con nuestros comportamientos, hábitos, escogencias, apatía y negligencia.

            De nuevo estaba trabajando con los marginados de la sociedad norteamericana, de nuevo la mayoría prisioneros de una guerra netamente racista (como demostraré en esta serie), pero esta vez no en calidad de traductor de sus comunicaciones externas, sino como intérprete interno de sus emociones, de sus esquemas mentales inconscientes y de conductas asociales e inadaptadas a las exigencias y expectativas de la sociedad. Pero eso solamente es una perspectiva con respecto a la realidad que vivían y que yo, vicariamente a través de mis sesiones privadas, en grupo, y familiares, convivía con ellas. La realidad es que las pandilleras, las prostitutas y los narcotraficantes están perfectamente adaptadas a las condiciones sociales y económicas en las que estaban condenadas a vivir, es decir, tienen sus propias culturas que nos podrían parecernos a nosotros, desde afuera, como aberrantes, y que desde a dentro son ciclos perniciosos socialmente dañinos y netamente autodestructivos, pero que son testimonio de la adaptabilidad del ser humano desesperadamente tratando de preservar indicios de su salubridad mental en la que el largo plazo se sacrifica a diario por la gratificación – o la supervivencia – inmediata. Para entender la patología de lo social primero que comprender que cuando las condiciones son absurdas, crueles, desesperanzadoras, lo irracional es a menudo lo más racional que se puede esperar. La psicopatología es con frecuencia una respuesta a la patología social del contexto y de las condiciones. Volviendo al concepto del síndrome del estrés postraumático, cuando esa patología social ha perdurado durante generaciones y representa un contexto perpetuado durante décadas o hasta siglos, la psicopatología se vuelve igualmente sustentable: se convierte en cultura. Una vez logrado ese estado patrones perduran y es mucho más fácil sacar a la chica del barrio que sacar el barrio de la chica.
Pánico social, fanfarria de la prensa y mercantilismo del complejo militar-industrial aparte, la verdadera amenaza a la seguridad nacional de los EE.UU. no es el terrorismo global, sino el pandillerismo dentro de sus propias fronteras, un problema que las autoridades americanas son incluso más incompetentes para erradicar de lo que han demostrado ser con el narcotráfico: de hecho todos sus esfuerzos solamente sirven para aumentarlo. Fue en base a esta realidad y en reconocimiento a mi eficacia y compenetración con las pandilleras que la directiva de los departamentos de psicología forense y de correcciones me encomendaron que investigara una posible solución al problema del pandillerismo; “Reportes desde el Frente” fue parte del resultado colateral de mucha de esa investigación. (Finalmente yo proporcionaría un programa piloto que sería aprobado por ambas direcciones pero por razones de mi salud nunca implementada.)    
Concurrente con mis experiencias sociales y clínicas en el correccional estaban mis batallas iniciales en la corte de familia de San Diego. Literalmente había días en los que por la mañana tenía la experiencia de lidiar con los prejuicios, la negligencia y corrupción de un sistema judicial que estaba negándose o a obligar a su madre a dar tratamiento psicológico a mi hijo violado o darme a mí la guardia y custodia para conseguirlo, para luego por la tarde tener que tratar a adolescentes victimas del mismo trauma. Si a diario lidiaba con los efectos más determinantes para la criminalidad juvenil – o sea, la ausencia del padre, cada audiencia con la corte de familia tenía que contender con decisiones y dictámenes judiciales determinados en eso mismo para mis hijos.
            El cáncer, inicialmente diagnosticado como terminal, sus efectos y sus tratamientos – radiación, quimioterapia, cirugías, analgésicos – puso un fin ambos a mi trabajo en el correccional como a mi programa de doctorado, pero no a la batalla diaria para sobrevivir ni tampoco a mis pleitos en la corte de familia. Residiendo en Tijuana comenzó otra fase de mi vida, otra inmersión cultural y clínica. Conviviendo y trabajando ahora con pacientes mexicanos y sus familias pude experimentar las diferentes dimensiones de una patología cultural muy semejante a la de tantos afroamericanos, amerindios, y latinos-estadounidenses que había tratado al norte de la frontera. De repente todas las piezas que había acumulado durante décadas de vida, de estudios académicos y de práctica clínica encajaban para formar un mosaico coherente de una realidad que antes había permanecido oculta a plena vista, obscurecida por perspectivas parciales, segmentadas, especializadas. Todo iba a ser diferente para mí – y me iba a asegurar de que compartir en lo más posible esa visión esclarecida de la realidad de centenares de millones de personas, y de mí mismo.  Tenía una perspectiva integral, histórica, social, económica, política, cultural y psicológica que comprendía y abarcaba tanto a los amerindios, a los afroamericanos, como a los latinoamericanos residentes en los EE.UU., cómo a aquellos viviendo en sus países de origen dispersos por toda América Latina. Todos ellos tenían, tienen, algo en común: todos son víctimas y supervivientes patológicamente (in)adaptados a una guerra de dominación militarista y explotación mercantil ejercida por parte de la cultura angloamericana.
Ahora era un aguerrido veterano de un conflicto impuesto por una cultura psicopática que había llevado a cabo una guerra sin cuartel, cuatro veces centenaria, contra mí y contra los míos. Pero ahora todo era diferente, perdería en las cortes americanas injustas y corruptas, pero armado de la perspectiva, de los conocimientos y de las herramientas necesarias no solamente para entender la naturaleza de la contienda, del agresor y de sus víctimas, no solamente para comprender hasta qué punto era, es, América Culpable – sino que también para montar una ofensiva efectiva.

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